martes, 31 de mayo de 2016

Salvar tu vida: la superación del maltrato en la infancia


En esta obra de 2009 Alice Miller se deja de sutilezas y entra directamente a saco desde el mismo título:"Salvar tu vida: la superación del maltrato en la infancia". Ahí queda eso.
La circunstancia probada de que el descubrimiento, gracias a la presencia de un testigo que muestre empatía, del propio sufrimiento en la infancia desencadena la desaparición de los síntomas físicos y psicológicos, como la depresión, nos obliga a buscar una forma de terapia innovadora, puesto que ya no vale la simple negación de la realidad dolorosa, como se venía defendiendo. Al contrario, es la confrontación con esta realidad dolorosa la que posibilitará que nos liberemos del dolor.
Un gran número de las depresiones que padecen los adultos provienen de los sentimientos de culpa inculcados al niño maltratado. El niño ama a sus padres, y si estos lo maltratan será sin duda porque es malo y se lo merece. Este injusto sentimiento de culpa puede acompañarle toda la vida. Sólo LA VERDAD puede salvarnos. Si conocemos la verdad ya no necesitamos mentir a nuestro cuerpo o anestesiarlo con el uso de drogas, de medicamentos, de alcohol, ni con esas teorías freudianas que parecen tan bonitas. Así nos ahorraremos toda la energía que antes habíamos tenido que invertir en huir de nosotros mismos.
Miller analiza a continuación el caso del escritor Anton Chejov. Su padre, un fanático religioso, daba palizas a diario a sus hijos "con el fin de educarlos y hacer de ellos hombres de provecho". Chejov, sin embargo, distorsionaba la realidad por completo cuando se refería a su padre, como en una carta en la escribe:"Padre y madre son personas extraordinarias, tan sólo su infinito amor por los niños merece la más grande de las alabanzas, ya que anula todos sus defectos". Esta traición de su propio conocimiento no constituye una excepción. Son muchas las personas que albergan durante toda su vida similares juicios infundados sobre sus padres, debido a un miedo reprimido que es el miedo del niño pequeño hacia sus padres. Pagan esta traición a sí mismos con depresiones o graves enfermedades, que les llevan, como a Chejov, a una muerte prematura. En casi todos los casos de suicidio es posible determinar que en la infancia se vivieron espantosas experiencias jamás aceptadas o ni siquiera reconocidas como tales. Muchas celebridades dan muestra de ello: Marilyn Monroe, Virginia Woolf, Elvis Presley, Jimi Hendrix, Janis Joplin, etc. La vida (y la muerte) de todos estos iconos demuestra que la depresión no es un sufrimiento provocado por el presente, ya que ellos lo tenían todo, sino un sufrimiento producido por la separación de su propio Yo, al que nunca se le permitió vivir. Es como si el cuerpo, con la ayuda de la depresión, protestase contra esta infidelidad consigo mismo, contra las mentiras y la represión de los verdaderos sentimientos. Para tratar de vivir esos verdaderos sentimientos recurren a las drogas, alcohol, medicamentos, etc.
La mayoría de las personas no pueden soportar pensar que sus padres no los han querido. Se aferran a sus sentimientos de culpa, y prefieren pensar que si sus padres no los trataron con amor fue por culpa de ellos, que fueron niños malos. Con la depresión el cuerpo se rebela contra esta mentira.
¿Qué caracteriza a la depresión? Sobre todo la desesperación, la falta de energía, un gran cansancio, miedo, falta de impulso y de intereses. La depresión es el precio que el adulto paga por renunciar a sí mismo. Siempre ha tenido que preguntarse qué es lo que los otros necesitan de él y, por esa razón, no sólo descuida sus sentimientos y sus necesidades más profundas, sino que ni siquiera es capaz de reconocerlas. Pero el cuerpo sí las reconoce e insiste en que la persona experimente sus sentimientos reales y auténticos y se permita expresarlos. Esto que parece tan elemental no lo es para aquellas personas a quienes sus padres utilizaron cuando eran niños para satisfacer sus propias necesidades.
Cuando realmente puedo sentir lo que me duele o lo que me alegra, lo que me enfada o enfurece y por qué; cuando sé lo que necesito y lo que no deseo de ninguna manera, entonces me conozco lo suficiente para ser capaz de amar mi vida y de encontrarla interesante, con independencia de la edad o de mis circunstancias sociales. Entonces no tendré la necesidad de acabar con mi vida.
El drama de los niños maltratados es que su propio sufrimiento no tiene ningún valor. Han ignorado su dolor e interiorizado de tal manera lo que sus padres ha hecho que, como adultos, sólo pueden sentir compasión por sus padres, pero no son capaces de mostrar empatía con el niño que una vez fueron. Y a esto lo llamamos amor. ¿Pero qué es este amor sino la infinita esperanza de que los padres cambiasen y le dieran finalmente el amor que habían anhelado toda la vida? Esta espera del amor no es amor. Aunque lo llamemos siempre así. Ese "amor" a los padres maltratadores es un vínculo muy destructivo, cuya dinámica debemos comprender para poder liberarnos de sus garras.
Todo recién nacido es inocente. Un niño al que han pegado y maltratado aprende a pegar y a maltratar, mientras que el niño que ha sido cuidado y respetado aprende a respetar y cuidar a los más débiles. El ginecólogo francés Leboyer demostró que los niños que nacen tras un parto sin violencia y son acogidos con cariño no lloran y pueden sonreír incluso cinco minutos después de nacer. Si no se le separa de la madre tras el parto, se desarrolla entre madre e hijo una relación de confianza que tiene efectos positivos durante toda la vida.
El odio es un sentimiento fuerte y vital, un símbolo de que estamos vivos. Por lo tanto, pagamos un precio cuando tratamos de reprimirlo. Porque el odio desea transmitirnos algo, sobre todo desea hablarnos de nuestras heridas, pero también de nosotros, de nuestros valores, y debemos aprender a escucharlo. Si odiamos la falsedad, la hipocresía o la mentira, nos otorgamos el derecho de luchar contra ellas. Si no podemos sentir el odio, porque nos lo han prohibido desde nuestra más tierna infancia, tenemos mutilada nuestra capacidad de sentir.
Alice Miller afirma que detrás de cada asesino en serie o de cada dictador sanguinario se esconde un niño gravemente humillado. En el caso de Hitler, la conciencia individual del pequeño Adolf era estrangulada de forma sistemática por su cruel padre. No podía expresarse, no podía mostrar sus sentimientos. La constante humillación del niño puede llevarlo, muchos años después, a desarrollar una megalomanía que le lleve a vengarse con personas inocentes. El sadismo se convirtió en el Tercer Reich en el principio supremo. Muchas personas lucharon para acaparar los puestos que les permitían torturar a la gente. Esos niños, sádicamente maltratados por sus padres, ahora se vengan con personas inocentes. Los judíos eran calificados de infrahumanos, tal como Hitler era calificado por su padre. La ascendencia judía de su padre (que al parecer era hijo ilegítimo de un comerciante judío y de su criada) pudo llevar al convencimiento a Adolf de que debía exterminar a los judíos, para "matar" así a su padre. Porque mucha gente era antisemita en Alemania en aquella época, pero nadie nunca había pensado que la solución era exterminarlos completamente.
Lutero recomendaba encarecidamente pegar a los hijos "para expulsar el Mal que llevaban dentro desde el nacimiento". No sabía que en lugar de expulsar al demonio estaban esparciendo las semillas del mal en un ser inocente. Hoy en día ya no se alude al demonio, pero se piensa, por ejemplo, que la criminalidad o las enfermedades mentales tienen su origen en los genes. Los genes o el demonio, al final la cosa es hacer creer a los padres que sus hijos llevan el Mal dentro desde el nacimiento. Domina la lógica de la represión. No se trata tanto de encontrar la verdad, sino de evitar que regresen los dolores pasados.
En el caso de los asesinos en serie, si lográsemos ayudar a la víctima a rebelarse ante los actos de sus padres, esto bastaría para eliminar su necesidad de escenificar una y otra vez de forma inconsciente su monstruosa historia.
El maltrato infantil suele ser toda una tradición familiar. Es posible descubrir los mismos patrones de humillación, abandono, abuso de poder y sadismo en varias generaciones de la misma familia. Hoy en día, la mayoría de las personas sigue creyendo en el concepto del Mal para ahorrarse el dolor que provoca saber que muchos padres torturan a sus hijos por un odio inconsciente. Pero esta es la verdad y quien no huya de ella saldrá ganando.
El psicoanálisis dio por hecho desde siempre que el terapeuta debía permanecer neutral. Pero se trata justamente de lo contrario. El terapeuta debe ser parcial, debe estar siempre de parte del niño que fue maltratado e indignarse ante las injusticias que le fueron infligidas. Pero muchas personas no conocen lo que es la indignación cuando comienzan una terapia. Cuentan historias espantosas ante las que no sienten la necesidad de rebelarse, no sólo porque sus sentimientos les resultan ajenos, sino también porque no saben que existe otra clase de padres. La indignación auténtica del terapeuta constituye un importante vehículo en la terapia. Gracias a la franca indignación del terapeuta, el paciente siente que tiene derecho a indignarse igualmente, de forma que se pone en marcha un proceso que anteriormente estaba bloqueado por los consabidos preceptos morales ("honrarás a tu padre y a tu madre").
Los años de nuestra infancia determinan toda nuestra vida y sólo enfrentándonos a esta época traumática podremos conseguir la llave para comprender nuestras depresiones, nuestros ataques de pánico, nuestra presión arterial alta, nuestro insomnio, y también nuestra rabia y deseo de golpear a un bebé que llora. Cuando seamos conscientes de lo que realmente sucedió en nuestra infancia, empezaremos a comprender nuestro sufrimiento y, al mismo tiempo, nuestros síntomas se irán reduciendo poco a poco. Nuestro organismo ya no los necesitará, porque habremos asumido la responsabilidad sobre el niño que antes sufría. Dándole la mano al niño que fuimos conseguiremos que se desarrolle en su alma una sensación emocional nueva que le permitirá ver que el mundo no es ya ese lugar lleno de peligros. Los medicamentos antidepresivos nos protegen de los recuerdos de una infancia espantosa. Pero estos medicamentos anulan nuestras verdaderas emociones, de tal manera que nos impiden expresar indignación por el maltrato sufrido. Y esto es justamente lo que desencadena la depresión. Con lo cual, los antidepresivos, esos medicamentos defendidos por tantos psiquiatras como la panacea para sus pacientes, no sólo no curan la enfermedad, sino que la agudizan. En lugar de recetarnos medicamentos, el terapeuta debe ser ese testigo cómplice que nos permita encontrar nuestras emociones y finalmente vivir con nuestra verdad.
Muchos terapeutas conductistas para luchar contra los síntomas de sus pacientes sin buscar lo que estos significan ni sus orígenes, afirmando que no es posible localizarlos, lo que no es verdad. Cuando alguien ha experimentado y reconocido durante la terapia el miedo y la rabia hacia los padres, aprende a conocerse mejor, y ya no se sentirá forzado a descargar su rabia contra chivos expiatorios, generalmente los propios hijos. En muchos casos será necesario dejar de querer a los padres, porque una persona que finalmente es capaz de comprender al niño que fue no puede querer al torturador que lo maltrató sin engañarse a sí mismo. Tratar de comprender y de disculpar a los padres no es sino una forma de volver a la dependencia infantil que tanto daño nos hizo. Cuando alguien aprende a quererse a sí mismo no puede querer a su verdugo. Cuando somos capaces de sentir cómo nos hizo sufrir el comportamiento de nuestros padres, la empatía con los padres desaparece y entonces la empatía se dirige al niño que fuimos.
La "terapia reveladora" es aquella que, despertando sentimientos y sueños, ayuda al cliente a conocer la dolorosa historia de la infancia que ha reprimido, de tal manera que ya no sienta miedo por los peligros que durante su niñez constituían una amenaza real, pero que hoy ya no lo amenazan. Los clientes ya no necesitan temer a su inconsciente ni reproducir lo que les sucedió en su infancia, porque ahora saben lo que pasó y pueden reaccionar, con rabia y dolor, a aquellas circunstancias en presencia del terapeuta, que actúa como un testigo capaz de comprender. A partir de entonces dejarán de tratarse cruelmente, de culparse, de destruirse con adicciones de todo tipo, porque serán capaces de sentir empatía por el niño que tanto sufrió por causa de sus padres. Si aparecen peligros que lo amenazan, el adulto estará ahora mejor preparado para enfrentarse a ellos, porque es capaz de comprender y clasificar sus antiguos miedos.
Miller opina que no es necesario ni conveniente tratar de confrontar la verdad con nuestros padres. Así además se evitan conflictos con los hermanos, que quizás no estén dispuestos a afrontar la verdad y se pongan de parte de los padres. Es doloroso, pero tenemos que aceptar que nuestros hermanos no quieran ser "testigos con conocimiento".
Una terapia eficaz se compondría de cuatro puntos esenciales:
1. El terapeuta debe estar incondicionalmente de parte del niño maltratado. Esto permitirá al cliente acceder a sus sentimientos.
2. Los problemas actuales, que nos permiten experimentar emociones intensas, también nos permiten descubrir la realidad del niño.
3. A través de esta interacción entre el presente y el pasado comenzaremos a conocer nuestra propia historia y nuestra propia identidad, un conocimiento que nos proporcionará una seguridad desconocida hasta entonces.
4. Cuando hayamos desarrollado nuestra capacidad de comunicación con los antiguos sentimientos y los factores desencadenantes se empleen de forma productiva, la presencia del terapeuta resultará superflua.
Muchos nos aconsejarán que "pasemos página", que olvidemos y perdonemos. Sin duda es muy bonito decirle al odio que desaparezca y no vuelva más. Pero no funciona así. La rabia no se deja manipular. Nuestro cuerpo no puede pasar página. Podemos tratar de reprimir nuestra ira, pero las consecuencias serán enfermedades, adicciones o crímenes.
Miller dedica la última parte de su libro a contestar cartas de los lectores y a una serie de entrevistas, de las que reproduciré algunos fragmentos:
"Querida amiga, espero que consiga hacer lo que tendría que haber hecho su madre: descubrir a esa maravillosa niña lista, despierta, con ganas de vivir que era usted y alegrarse de tenerla. Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, se ha tratado usted como su madre la trató. No me sorprende que no soporte su cercanía. Su rabia, que ojalá llegue algún día, estará completamente justificada".
"¿Es que el padre tiene que decir algo más que "te voy a matar" para que la hija considere que la está maltratando?"
"El terapeuta debe ponerse siempre de parte del niño. El terapeuta no debería decir que os padres estaban trastornados, pero que sus intenciones eran siempre buenas, porque entonces se está poniendo de parte de los padres. No podemos aprender a sentir, no podemos experimentar la rabia, si intentamos comprender y defender a las personas que nos han hecho daño. No podemos hacer ambas cosas al mismo tiempo. Si el niño piensa que aquellos padres, que lo trataron con tanta crueldad, tenían buena intención, entonces no podrá sentir el dolor ni la rabia y seguirá confundido".
"El dolor encierra el camino a la verdad. Si rehusamos aceptar que no nos quisieron siendo niños, nos ahorramos mucho dolor, pero bloqueamos el camino que nos lleva a la verdad."
"Cuando logré experimentar el dolor de mi infancia por primera vez, recuperé mi vitalidad. La depresión es el precio que pagamos por reprimir nuestros sentimientos".
"Los sentimientos y la empatía con nosotros mismos son esenciales, pues nos permiten orientarnos en el mundo.¿No es ya bastante grave que nos arrebaten nuestra capacidad de sentir, nuestra brújula para la vida, con palizas y humillaciones? Cuando, a pesar de todo, los así llamados expertos defiendan esta perversión como única solución y prediquen que debemos mostrar valor ante la disciplina, debemos desenmascararlos y mostrarlos como lo que son: ciegos que guían a ciegos".
"Creo que el dolor más terrible, el que debemos experimentar para ser más fuertes emocionalmente, consiste en asimilar que no fuimos queridos cuando más lo necesitábamos. Es fácil decirlo, pero es extraordinariamente difícil experimentar este dolor, aceptar los hechos y renunciar a la esperanza de que un día mis padres puedan cambiar y llegar a quererme. Al contrario de los niños, los adultos pueden liberarse de esta ilusión, por el bien de su salud y de sus hijos."
"Podemos permitirnos ser conscientes de que, por la razón que fuese, nuestros padres no podían querernos si nos convertían tan a menudo en víctimas, sin preocuparse por nuestros sentimientos, de nuestro dolor, o de nuestro futuro. Ser conscientes de esta circunstancia nos ayudará a liberarnos de nuestros destructivos sentimientos de culpa."


domingo, 22 de mayo de 2016

El saber proscrito


En 1988 Alice Miller nos regalaría "El saber proscrito", un compendio de toda su sabiduría. Ya en el mismo prólogo, Miller nos sorprende con una aterradora afirmación: los padres que nunca se sintieron amados, que chocaron, al venir al mundo, contra la frialdad, la insensibilidad, la indiferencia y la ceguera, y cuya infancia y juventud transcurrieron por entero en esa atmósfera, no son capaces de dar amor.
A continuación nos informa de algo de lo que yo mismo puedo dar fe:"gentes de diversos países me comunican una y otra vez, con gran alivio, que tras la lectura de El Drama del Niño Dotado han sentido por primera vez en sus vidas algo parecido a compasión hacia el niño maltratado o incluso apaleado que fueron un día. Me dicen que ahora se respetan a sí mismos más que antes y son capaces de percibir mejor y con más exactitud sus necesidades y sus sentimientos".
La represión del propio sufrimiento destruye nuestra sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno. Mientras no seamos conscientes del terror que nos impusieron nuestros padres, no podremos ser conscientes a su vez del sufrimiento que infligimos a nuestros hijos. Pero Miller se atreve, ahora sí, a hacer algo que no hizo en sus primeros libros: dejar claro que el maltratador es culpable. El haber recibido palizas en la infancia no nos exime de la culpa si repetimos esas palizas en nuestros hijos. El miedo a culpabilizar a los padres refuerza el status quo y asegura la ignorancia y la perpetuación de los malos tratos a los niños. También los asesinos actúan impulsados por un imperativo interior surgido en su infancia, pero no por ello decimos que no son culpables. Lo mismo podemos decir de los padres que han maltratado a sus hijos.
El encuentro con la historia personal de uno mismo no sólo elimina la ceguera que hasta el momento padecía el niño que hay en el adulto, sino que además reduce el bloqueo mental y emocional en su conjunto.
El niño amado recibe el regalo del amor y con él también el del saber y la inocencia. Es un regalo que le ayudará a orientarse toda la vida. Al niño maltratado le falta todo porque le falta el amor. No sabe lo que es el amor, confunde constantemente maldad con bondad y mentira con verdad. Por eso volverá a dejarse arrastrar a la confusión una y otra vez.
La teoría de los instintos de Freud o la teoría del lactante cruel de Melanie Klein coinciden con las creencias pedagógicas tradicionales. Pero la verdad es que el niño sólo aprende a ser cruel si padece la crueldad en su propia carne y se ve forzado a reprimir sus sufrimientos. En un principio, Freud había descubierto que todos sus pacientes habían sido niños maltratados y que los síntomas de sus trastornos eran el lenguaje en el que explicaban su historia. En 1896, tras comunicar sus hallazgos a la comunidad científica, se vio completamente aislado. En 1897, Freud traicionó a sus pacientes, y se traicionó a sí mismo, calificando sus relatos de abusos sexuales como meras fantasías que había que atribuir a sus tempranos deseos instintivos. Los dogmas de Freud encajan a la perfección con la creencia de que el niño es malo y pérfido por naturaleza y, para llegar a ser bueno, debe ser educado por los adultos. Esa perfecta concordancia con la pedagogía confirió a su vez al psicoanálisis un gran prestigio en la sociedad, y la falsedad de sus dogmas ha permanecido largo tiempo encubierta. A ese dogma freudiano hay que atribuirle el que haya personas que trabajen treinta o cuarenta años con niños maltratados o adultos que lo fueron sin percibir en absoluto los hechos, de modo que los pacientes no tienen acceso a su propia verdad. El psicoanálisis freudiano somete con frecuencia a los pacientes a un prolongado tratamiento que consolida la antigua culpabilización del niño, lo cual apenas puede producir otra cosa que depresiones. La manera más eficaz para escapar a esas depresiones es tomar la decisión de convertirse uno mismo en psicoanalista, eso sí, a costa de la salud de los pacientes. El psicoanálisis afirma que los padres siempre son inocentes, lo que impide cualquier posibilidad de cambio o curación. Los pacientes se sientan en el diván 4 veces por semana , cuentan lo que se les ocurre y esperan el milagro que nunca se produce. Porque lo único que produciría el milagro sería la verdad, y la verdad está proscrita. Freud escribe que es inverosímil la existencia de tantos padres perversos, y por ello califica de fantasías los relatos de sus pacientes.
Miller confiesa que en su propia terapia sólo pudo avanzar cuando pudo poner en cuestión su supuesta culpa: "Sólo pude darme cuenta de lo que había ocurrido cuando logré sentir que si mis padres no me habían tenido en consideración, ni tomado en serio, ni percibido, no había sido por culpa mía. Comprendí que no era mi tarea enseñarles a sentirse responsables, que yo, siendo aún una lactante, no había tenido en mis manos el hacer de mis padres personas capaces de amar". "Deseaba fervientemente -añade- que el psicoanálisis tuviera razón, porque no quería perder la ilusión de haber tenido unos padres que me amaban. Con el tiempo concebí lo absurdo de la creencia (freudiana) de que los niños se inventan traumas". Muchos niños consiguen sobrevivir gracias a la represión de las torturas sufridas, porque si las vivieran conscientemente morirían de pena. Pero el adulto sí puede y debe vivir conscientemente esas torturas sufridas en la infancia, para superar de una vez la represión y vivir el duelo, con lo que conseguirá la sanación.
Miller es crítica con el movimiento feminista porque éste reduce el maltrato a la crueldad y brutalidad de los hombres. Pero mientras se siga ocultando la verdad acerca de la madre que consintió los malos tratos, que no protegió a su hija y pasó por alto sus sufrimientos, no se percibirá, no se considerará verdadera la plena realidad de la infancia. Si se defiende a las madres como víctimas inocentes, la paciente no podrá descubrir que, de haber tenido una madre amante, protectora y valiente, su padre jamás podría haberla maltratado. La niña a quien su madre haya enseñado que es digna de ser protegida sabrá hallar amparo también en personas desconocidas y será capaz de defenderse por sí misma. Si ha aprendido lo que es el amor, no caerá en la trampa de un amor fingido.
En la sociedad actual todavía se busca la corresponsabilidad del niño. Por eso sólo se habla de malos tratos en casos de extrema brutalidad, y aún así con reservas, y se duda o se niega por completo la existencia de un amplio espectro de malos tratos psíquicos. Miller da como ejemplo el del hijo del genocida nazi Hans Frank, que condenó públicamente y sin paliativos a su padre. El hijo de Frank recibió entonces terribles críticas de numerosa gente que consideraba que un hijo debe siempre perdonar y comprender a su padre, fuera como fuese. El incumplir el cuarto mandamiento ("honrarás a tus padres") del hijo pareció más grave a los ojos de mucha gente que los crímenes genocidas del padre. A menudo los reproches a los padres están asociados a temores mortales, porque para un niño pequeño la pérdida de sus padres representa un peligro de muerte real. El adulto, para el que ya no representa ningún peligro de muerte la pérdida de los padres, conserva sin embargo ese miedo reprimido durante toda su vida.
Los malos tratos a niños son un delito grave, y las legislaciones de los países deberían reflejarlo así. Desgraciadamente, en muchos casos esto no es así. Quien no es capaz de condenar inequívocamente lo malvado y lo perverso se verá sometido al imperativo de repetir ciegamente a su vez lo que vivió en su propia carne. Casi todos los centros oficiales de asistencia a niños maltratados trabajan bajo el desorientador lema de "ayudar, no condenar".¡Pero claro que hay que condenar! Sin esa condena inequívoca y sin paliativos los padres seguirán repitiendo en sus hijos lo que recibieron ellos en su infancia. Muchas escuelas de padres ofrecen inútiles ejercicios de autocontrol y desorientadoras afirmaciones de los terapeutas en el sentido de que comprenden los abusos y nunca los condenan. esta posición es errónea porque respalda la actitud ofuscada de los culpables.
El uso generalizado de la circunsición muestra con qué naturalidad se practica en muchas culturas la mutilación de los órganos sexuales de los niños. A pesar de que se ha demostrado científicamente que la circuncisión no produce ningún beneficio al niño y que, al contrario, representa un serio trauma, se sigue realizando alegando motivos religiosos o falsos y totalmente rebatidos motivos de salud. Se calcula que hay más de 70 millones de mujeres que sufrieron en su infancia la amputación del clítoris. Esta monstruosa crueldad sigue siendo defendida por millones de madres.
Las tendencias destructivas y autodestructivas no se pueden eliminar ni con ayuda de la educación ni mediante la terapia tradicional. Ni muchos menos con medicamentos que aturdan nuestra sensibilidad. La vivencia de acontecimientos reprimidos sí puede conducir a la superación de los síntomas. Pero no es suficiente con revivir los antiguos traumas. El terapeuta debe además ponerse incondicionalmente del lado del niño maltratado. Muchas terapias primarias fracasan porque, a pesar de poder revivir los traumas infantiles, el paciente no siente ese apoyo incondicional por parte de su terapeuta, que acaba, trágicamente, justificando a los padres y abandonando al niño. Nuevamente la falacia de que sólo se pueden superar los síntomas si se perdona a los padres. Esa indulgencia hacia los padres debe ser rechazada porque obstaculiza el éxito de cualquier terapia. El paciente está condenado a la enfermedad sólo para que sus padres se sientan bien. dado que ellos también tuvieron que perdonar en su día, a los padres les parece natural que sus hijos se lo perdonen todo. Los padres consideran eso un derecho suyo y los hijos se sienten culpables cuando sienten resentimiento hacia sus padres. Los terapeutas, imbuidos de esta moral tradicional, han traicionado a sus pacientes durante décadas, y muchos lo sigue haciendo hoy día. Miller cita el caso de un hombre que en una terapia primaria perdonó todo a su padre, un sádico, y dos años más tarde mató a un hombre inocente sin motivo aparente. La exigencia moral de reconciliación con los padres representa un bloqueo del proceso terapéutico. Los psicoanalistas suelen hacer a sus pacientes afirmaciones falaces del tipo:"el odio no le hace a usted ningún bien, le envenena la vida y prolonga la dependencia de sus padres". está comprobado que no es cierto que a una persona no puedan atormentarla traumas muy lejanos en el tiempo. El olvido ayuda al niño a sobrevivir, pero no al paciente adulto a superar sus sufrimientos. Uno, en verdad, se cura cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables, cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que estos hicieron.
Miller opina que en la "proyección", o sea, en la capacidad del ser humano de proyectar sentimientos tempranamente reprimidos sobre posteriores personas de referencia, se esconde un gran potencial terapéutico. Pues generalmente los recuerdos han sucumbido a la amnesia, por lo que la historia real debe revelarse por medio de la actitud del paciente para con las personas de referencia actuales. El paciente puede aprovechar sus sentimientos proyectados para profundizar en su conocimiento de sí mismo, y no tiene por qué avergonzarse de ellos.
La terapia más efectiva sería aquella que buscara, con la ayuda de un testigo cómplice, el conocimiento de las heridas sufridas en la infancia. Esto se logra mediante la vivencia de los dolores primarios y mediante la supresión de las latentes reacciones destructivas y autodestructivas. Si la terapia tiene éxito el premio será poder vivir y articular sentimientos, poner en cuestión y rechazar abusos y acusaciones, y detectar las propias necesidades y buscar la forma de satisfacerlas.
Miller rechaza de plano el psicoanálisis y el método de la libre asociación de ideas. Este método, calificado también de regla fundamental, refuerza el rechazo intelectual hacia los sentimientos y la realidad, pues mientras se sea capaz de hablar acerca de los sentimientos, es imposible sentirlos de verdad. Y mientras eso ocurra, el bloqueo autodestructivo seguirá en pie. El paciente no posee sentimientos, no los nota, lo único que siente es compasión hacia los causantes de sus sufrimientos. Pues uno no puede sentir el dolor y al mismo tiempo comprender los motivos por los que se le causó ese dolor. Miller confiesa que necesito años para superar esa actitud "de comprensión". En su opinión, Freud creó, con su método, un sistema de autoengaño que funciona eficazmente al servicio de la represión. Frente al engaño del psicoanálisis, el objetivo de una verdadera terapia es hacer hablar y sentir al niño que hay en nosotros y que un día enmudeció. Poco a poco se ha de revocar la proscripción que pesa sobre su saber, y en el curso de ese proceso, al hacerse visibles los tormentos sufridos en el pasado y las rejas de la cárcel en la que aún se halla, el paciente ha de descubrir, a un tiempo, su propio Yo y su sepultada capacidad de amar.

viernes, 20 de mayo de 2016

Por tu propio bien: raíces de la violencia en la educación del niño


Alice Miller considera este libro publicado en 1980 como la continuación de "El drama del niño dotado". Ella tiene muy claro que la psicosis, la drogadicción o la criminalidad son la expresión en clave cifrada de las experiencias traumáticas infantiles. Mientras al niño que hay dentro de cada adulto no le esté permitido darse cuenta de lo que le ocurrió, una parte de su vida emocional permanecerá congelada, y su sensibilidad ante las humillaciones de la infancia quedará embotada.
La "pedagogía negra" es el tema fundamental del libro que nos ocupa. Podríamos definirla como una forma de crueldad espiritual que ha podido ser mitificada tras el benévolo término de "educación".
Si la convicción de que toda la razón está del lado de los padres y de que cada crueldad es expresión de su amor se halla tan profundamente arraigada en el ser humano es porque se basa en interiorizaciones de los primeros meses de vida.
Todo niño pequeño necesita como compañía a un ser humano empático y no dominante. Un niño puede ser gravemente abusado en sus primeros años de vida, y éste sólo superará las graves consecuencias de la injusticia infligida a su persona si se le permite defenderse, es decir, articular su rabia y su dolor. Pero si no consigue reaccionar a su manera, porque los padres no pueden soportar sus reacciones (gritos, tristeza, rabia) y se las prohíben, el niño aprenderá a enmudecer. Y esta imposibilidad de llegar a articular alguna vez los traumas inconscientes la que causa serios trastornos psicológicos. El origen de la neurosis no se halla en los hechos reales, sino en la necesidad de reprimirlos.
Miller introduce en su libro numerosas y largas citas del libro de Katharina Rutschky "Pedagogía negra", que versa sobre una serie de crueles técnicas de condicionamiento temprano. Evitaré al lector de este blog la casi totalidad de estas citas, y me limitaré a comentar las conclusiones de Miller.
La mayor preocupación de los educadores ha sido, desde siempre, la obstinación, la testarudez y la intensidad de los sentimientos infantiles. Nunca se empezará lo suficientemente temprano, decían, con la educación para la obediencia. Para Miller, el motivo del castigo corporal es siempre el mismo: los padres luchan por recuperar en su hijo el poder que ellos perdieron frente a sus propios progenitores. Reviven por primera vez, ante sus propios hijos, esa vulnerabilidad de sus primeros años de vida que no consiguen recordar porque fue reprimida, y sólo entonces, a la vista de esos seres más débiles que ellos, se defienden a veces brutalmente.
La instauración consciente de la humillación, que satisface las necesidades del educador, destruye la autoconciencia del niño, lo vuelve inseguro e inhibido. El niño ha de aprender desde un comienzo a negarse a sí mismo, a aniquilar tan pronto como sea posible todo cuanto en él no resulte grato a Dios (o a sus padres). Una vez generada la maldad mediante la represión de la vitalidad, cualquier medio para perseguirla en la víctima resulta justificado.
La obediencia parece ser un principio supremo incontestado y siempre se relaciona con el peligro de perder el amor de los padres si se transgrede. Si el condicionamiento a la obediencia se lleva a cabo a una edad lo suficientemente temprana, se cumplirán todos los requisitos para que un ciudadano pueda vivir bajo una dictadura sin sufrir, e incluso logre identificarse eufóricamente con ella,  como ocurría en los tiempos de Hitler.
Miller resume los principios de la pedagogía negra en ocho puntos:
1. Los padres son los amos y no los servidores del niño.
2. ...que deciden como dioses qué es lo justo y lo injusto.
3. Su ira (de los padres) proviene de sus propios conflictos.
4. El niño es responsable de esa ira.
5. A los padres siempre hay que protegerlos.
6. Los sentimientos vivos del niño suponen un peligro para el adulto.
7. Al niño hay que quitarle su voluntad lo antes posible.
8. Todo hay que hacerlo a una edad muy temprana para el niño no se de cuenta de lo que le están haciendo.
Los métodos para reprimir la espontaneidad vital del niño son: mentir, tender trampas, disimular, manipular, amedrentar, quitar el cariño, aislar, desconfiar, humillar, despreciar, burlarse, avergonzar y aplicar la violencia.
También forma parte de la pedagogía negra transmitir ideas falsas al niño, como: que se puede acabar con el odio mediante prohibiciones; que los padres merecen respeto sólo por ser padres; que los niños no merecen respeto; que la obediencia robustece; que una alta autoestima es perjudicial; que una baja autoestima conduce al altruismo; que la ternura es perjudicial (es amor ciego); que la severidad constituye una buena preparación para la vida; que la gratitud fingida es buena; que el cuerpo es algo sucio y repugnante; que los padres son seres inocentes y libres de instintos; o que los padres siempre tienen razón.
La influencia de la pedagogía negra ha sido enorme en el psicoanálisis, empezando por Freud, que traicionó sus primeros descubrimientos, culpando finalmente al niño de todo lo malo con su funesta teoría de los instintos.
Un ser humano capaz de comprender e integrar su ira como parte de sí mismo, no será violento. Sólo tendrá necesidad de golpear a los demás precisamente cuando no pueda comprender su ira, cuando de niño no le permitieron familiarizarse con este sentimiento.
Miller está convencida de que fue la pedagogía negra la que creó una generación de nazis en Alemania. Aquella generación moldeada para la obediencia absoluta a sus padres, encontró en Adolf Hitler ese "padre sustitutivo" al que seguir obedeciendo ciegamente en la edad adulta. Si el holocausto fue posible fue porque quienes llevaron a cabo la "solución final" eran hombres cuyos sentimientos no se interponían en su camino porque desde pequeños habían sido educados para no sentir ningún tipo de emociones propias, sino para vivir los deseos de sus padres como algo propio. Se trataba de personas que en su infancia se enorgullecían de ser insensibles y no llorar, de cumplir con alegría todos sus deberes y no sentir miedo, es decir, en el fondo: de no tener vida interior de ningún tipo.
La llamada pedagogía negra surge de la necesidad de escindir las partes inquietantes del propio Yo y proyectarlas sobre un objeto disponible. La enorme plasticidad, flexibilidad, desamparo y disponibilidad del niño lo convierten en el objeto ideal de semejante proyección. El enemigo interior podrá al fin ser perseguido fuera de uno mismo.
Alice Miller es, en definitiva, contraria a cualquier tipo de "educación". Pero eso no significa que el niño pueda crecer sin ningún tipo de tutela. Lo que necesita para desarrollarse es respeto por parte de quienes cuidan de él, tolerancia hacia sus sentimientos, sensibilidad para entender sus carencias y humillaciones, y autenticidad por parte de los padres.
Miller comienza la segunda parte del libro señalando las distintas estaciones en la vida de la mayoría de las personas, a saber:
1. Siendo un niño pequeño recibir heridas que nadie considera como tales.
2. No reaccionar con ira ante el dolor.
3. Testimoniar agradecimiento por los actos "bien intencionados".
4. Olvidarlo todo.
5. Al llegar a la edad adulta, descargar la ira acumulada en otras personas o dirigirla contra uno mismo.
La máxima crueldad que puede infligirse a un niño es sin duda negarle la posibilidad de articular su ira y su dolor sin exponerse a perder el amor y la protección de sus padres. La educación encauzada a respetar a los padres a costa de la espontaneidad vital del hijo conduce no pocas veces al suicidio o a la drogadicción extrema, que es otra forma de suicidio.
En teoría, podríamos imaginar la situación de un niño que, golpeado por su padre, pudiera luego echarse llorando en brazos de una tía bondadosa y contarle lo ocurrido, y que esta tía no intentara minimizar el dolor del niño ni justificar al padre. Pero sería un caso realmente raro. En la práctica, la esposa de un padre que pegue a sus hijos o bien comparte sus principios pedagógicos o es ella misma una víctima, pero raras veces actuará como abogado del niño.
Miller considera que la situación de un niño maltratado es aún peor que la de un adulto en un campo de concentración. El adulto será interiormente libre de odiar a sus torturadores. Esta posibilidad de vivir sus sentimientos, y hasta de compartirlos con otros prisioneros, le da la oportunidad de no tener que renunciar a su Yo. Al niño, en cambio, no le está permitido odiar a su padre, y ese amor por su torturador es el que arruinará su vida posterior. Pero los sentimientos reprimidos de odio al padre "amado" deben ser desviados hacia objetos sustitutivos.
Todo comportamiento absurdo y autodestructivo, ya sea la drogadicción o la anorexia, tiene su prehistoria en la infancia temprana. Si los padres consiguen brindar a su hijo el mismo respeto y tolerancia que siempre brindaron a sus propios padres, le estarán ofreciendo las bases más seguras para cimentar su vida posterior. No sólo su sentimiento de autoestima, sino también su libertad para desarrollar capacidades innatas dependerán de este respeto. A lo largo de toda nuestra vida nos daremos el mismo trato que recibimos cuando éramos pequeños. No podremos escapar al torturador que hay en nuestro propio Yo.
¿Podría haber sido Adolf Hitler una bellísima persona si su infancia hubiera sido completamente distinta? Alice Miller opina que sí. La estructura de la familia de Hitler era la de un régimen totalitario. El padre ostentaba el poder absoluto y lo ejercía brutalmente. La mujer y los hijos se hallaban totalmente sometidos a su voluntad, y debían aceptar humillaciones e injusticias sin rechistar y agradecidos. La obediencia era el principio vital. La esposa ostenta el poder cuando el padre no está, con lo que los oprimidos absolutos son los niños. El padre de Hitler, Alois, era un sádico que disfrutaba pegando palizas a su hijo, al que llamaba no por su nombre sino con un silbido, como si fuera un perro. Algo parecido a los judíos en los campos de concentración, a los que nadie llamaba por su nombre. Las leyes raciales suponían la repetición del drama de la propia infancia de Hitler. Así como el judío no tenía ahora posibilidad ninguna de escapar, el niño Adolf tampoco pudo evitar en otros tiempos las palizas de su padre, pues el origen de estas palizas no era el comportamiento del niño, sino los problemas no resueltos de su padre, su negativa a vivir el duelo por su propia infancia.
La posibilidad de que su padre fuera hijo de acaudalado judío y de una criada que servía en su casa, atormentó a Hitler toda su vida. El judío se convirtió en el portador de todos los rasgos perversos y despreciables que el niño pudo observar en su padre. Cuando los nazis despreciaban o  rebajaban a los judíos lo que de verdad estaban haciendo era destruir la propia impotencia de antaño y evitar vivir el duelo.
En cuanto a la madre de Adolf, como ella misma estaba degradada y sometida por completo a su marido, era incapaz de proteger al niño. La madre observa como su hijo es humillado, ridiculizado y torturado sin salir en su defensa ni hacer nada por salvarlo. Su silencio la solidariza con el perseguidor, en cuyas manos abandona al niño. Este niño puede que llegue a querer mucho a su madre en el plano consciente; pero más tarde, en sus relaciones con otras personas, tendrá continuamente la sensación de haber sido abandonado, sacrificado y traicionado.
Resumiendo, la imposibilidad de Hitler para vivir el odio a sus padres de manera consciente y el conservar ese odio reprimido en su subconsciente durante toda su vida, fue lo que llevó a convertirse en el mayor asesino de la historia.
Miller no se cansa de repetir que no es el trauma lo que enferma, sino la desesperación inconsciente, reprimida y desesperanzada que supone no poder expresarse sobre los traumas sufridos, la desesperación de no poder manifestar, ni tampoco vivir, sentimientos de rabia, ira, desesperación, humillación, impotencia y tristeza. Esto lleva a muchos al suicidio, ya que la vida no les parece digna de ser vivida si se ven totalmente incapaces de experimentar sentimientos tan intensos como éstos, que informan el verdadero Yo. No fue el sufrimiento lo que enfermó a los hijos, sino la represión de ese sufrimiento, que éstos tuvieron que practicar por amor a sus progenitores.

lunes, 16 de mayo de 2016

El Cuerpo Nunca Miente


"El cuerpo nunca miente", publicado en 2004, es una obra de madurez, en la que Alice Miller expone sus ideas con seguridad y sin tapujos. Una obra breve, amena y lúcida, en la que se sirve de numerosos ejemplos para aclarar sus teorías.
 "He llegado a la conclusión - asegura Miller - de que aquellos que en su infancia han sido maltratados sólo pueden intentar cumplir el cuarto mandamiento (honrarás a tu padre y a tu madre") mediante una represión masiva y una disociación de sus verdaderas emociones. No pueden venerar y querer a sus padres porque inconscientemente siempre los han temido. Por lo general, establecen con ellos un lazo enfermizo, compuesto de miedo y de sentido del deber. Por desgracia, es el cuerpo el que paga el precio de dicha concepción moral".
El dichoso cuarto mandamiento es el principal caballo de batalla de Miller, que no deja de advertirnos de su proverbial poder destructivo. El amor es algo que surge de manera espontánea, de manera que ningún amor "obligado" puede ser verdadero amor.
Necesitamos experimentar el amor y la comprensión hacia ese niño maltratado que fuimos, hacia ese pequeñín lleno de posibilidades que vio destruida su capacidad de sentir y sus ganas de vivir.
Los terapeutas convencionales no valen. Estos terapeutas se ponen de parte de los padres, y nos invitan a perdonar y olvidar. Muy al contrario, lo que necesitamos es un terapeuta que se ponga de parte del niño (un "testigo cómplice"), y que se indigne con el trato que recibió de sus padres. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los terapeutas actuales se inclinan por la teoría de que "el perdón cura". Pero Miller es taxativa: el perdón nunca ha sido causa de curación.
Es preciso que nos desprendamos de los padres que tenemos interiorizados (esos supuestos padres buenos que lo hacían todo por nuestro bien) y que continúan destruyéndonos. Sólo así tendremos ganas de vivir y aprenderemos a respetarnos.
La "pedagogía venenosa" que impera en la sociedad reprime esos sentimientos de rabia e indignación por el maltrato recibido que provocarán ya en el adulto una necesidad de destrucción que puede dirigirse a los demás, generalmente a los propios hijos, o contra uno mismo, en forma de terribles depresiones u otras enfermedades físicas (como el cáncer) o psíquicas (esquizofrenia). Un concienzudo estudio realizado en San Diego (USA) demostró que entre las personas que habían sido maltratadas en su infancia el índice de enfermedades graves era mucho mayor que en las personas que no fueron maltratadas.
El cuerpo es el guardián de nuestra verdad. Mediante síntomas nos fuerza a admitir de manera cognitiva esta verdad para que podamos comunicarnos armoniosamente con el niño menospreciado y humillado que hay en nosotros. El cuerpo necesita la verdad a toda costa. Hasta que ésta sea reconocida, mientras los sentimientos auténticos de una persona hacia sus padres sigan siendo ignorados, la persona no se librará de los síntomas.
En los primeros capítulos del libro, Miller se refiere a las biografías de algunos escritores célebres que padecieron maltrato en su infancia. Virginia Wolff se suicidó muy joven después de sufrir graves depresiones durante toda su vida. Sufrió reiterados abusos sexuales por parte de sus hermanastros, mientras sus padres miraban para otro lado. En un primer momento, Wolff estableció una relación de causa-efecto entre estas violaciones y sus depresiones. Pero, al descubrir la teoría psicoanalítica de Freud, renunció a esta primera interpretación y empezó a dudar incluso de que estos abusos existieran realmente y no fueran producto de su imaginación. Freud la condujo a un callejón sin salida que acabo en su suicidio.
El poeta Rimbaud padeció una madre autoritaria que controlaba cada detalle de la vida de sus hijos. La reacción de Rimbaud ante este amor destructivo fue un profundo odio a sí mismo. Se consideró a sí mismo un monstruo, un homosexual vicioso. Trató de liberarse de la opresión materna por medio de las drogas, de su destructiva amistad con Verlaine y sobre todo de la poesía. Pero fue en vano, claro. Su temprana muerte es la prueba de que nunca llegó a liberarse.
Caso parecido es el de Marcel Proust, sometido por completo a la voluntad de su absorvente madre. Esa necesidad de verdad que tiene el cuerpo la intuía ya Proust cuando escribe en una carta a su madre: "Pues prefiero tener ataques y gustarte a no tenerlos y no gustarte". Lapidaria frase que describe muy bien el sinsentido de muchas relaciones paterno-filiales. En otra carta dice:"La verdad es que tan pronto como me encuentro bien tú lo destrozas todo hasta que vuelvo a sentirme mal, porque la vida que me procura una mejora a ti te produce irritación. Es triste que no pueda tener a la vez tu cariño y mi salud". Su aguda inteligencia le marcaba el camino de la verdad, pero la moral de la época le impidió rebelarse contra su madre, lo que le ocasionó una enfermiza y corta vida. El control no es amor, añadiría yo.
Miller hace incapié en la general comprensión que tiene la sociedad hacia los maltratadores. El maltrato infantil se suele considerar una falta no intencionada cometida por padres que abrigaban las mejores intenciones, pero a los que tener que educar los desbordó. Asimismo el desempleo o el exceso de trabajo se designan como causantes de que un padre levante la mano, y las tensiones en el matrimonio explican que las madres partan perchas sobre los cuerpos de sus hijos. Explicaciones tan absurdas son fruto de nuestra moral, que desde siempre se ha situado del lado de los adultos y en contra del niño.
Tampoco en los libros de autoayuda se detecta una inclinación clara en favor del niño. Al lector se le aconseja que abandone el papel de víctima, que no acuse a nadie del desbaratamiento de su vida, que sea fiel a sí mismo para conseguir liberarse del pasado e, incluso, que mantenga buenas relaciones con sus padres. En estos consejos Miller percibe las contradicciones de la "pedagogía venenosa" y la moral tradicional.
Hacerse adulto significa dejar de negar la verdad, sentir el dolor reprimido, conocer racionalmente la historia que el cuerpo ya conoce emocionalmente, integrar esa historia y no tener que reprimirla más. Que luego el contacto con los padres pueda mantenerse o no dependerá de las circunstancias. Pero lo que sí debe terminar es la relación enfermiza con los padres interiorizados de la infancia, esa relación a la que llamamos amor, pero que no es amor.
Miller aboga por el trascendental derecho de no querer a los padres. Esa obligación socialmente sancionada de querer a los padres, por muy mal que se comportaran con sus hijos, es terriblemente destructiva. Sólo al permitirnos sentir odio por personas que nos perjudicaron tanto nos da acceso a nuestra verdad y permitirá a nuestro cuerpo expresar sus verdaderas necesidades. Ya no seremos marionetas de nuestros padres dedicadas a satisfacer sus necesidades, ahora nos dedicaremos al fin a satisfacer nuestras propias necesidades. "Decidí ser adulta y la confusión desapareció", apostilla Miller. Y no es cierto que el odio nos lleve a enfermar. El odio reprimido y disociado sí puede hacerlo, pero no el sentimiento exteriorizado y vivido de forma consciente. Si el odio está ahí, de nada sirve prohibirse odiar, como hacen todas las religiones.
Miller no se opone a que uno pueda perdonar a sus padres si estos reconocen sus errores y se disculpan por ellos. Pero desgraciadamente esto ocurre muy pocas veces.
Es asombroso, dice Miller, que incluso terapeutas universalmente reconocidos que han publicado best sellers no hayan podido aún desprenderse de la idea de que perdonar a los padres es la coronación de una terapia exitosa.
Miller comenta el caso del asesino en serie Patrice Alegre, que violó y asesinó a numerosas mujeres. Patrice era el hijo de una prostituta que llevaba a los clientes a su casa y permitía al chico observarlo todo. Alegre reprimió el odio por su madre, y dio rienda suelta a ese odio con otras mujeres. Cuando estrangulaba a una mujer en realidad estaba en su inconsciente estrangulando a su madre. Prefirió matar antes que asumir la verdad.
Miller nos habla también de las drogas. Cuando los sentimientos de carencia, de abandono y de ira provocan pánico las drogas pueden ser la "solución". La droga manipula al cuerpo para crear sentimientos deseables, pero falsos. Lo mismo provocan los antidepresivos, drogas legales, pero igualmente enmascaradoras de la verdad. El "no" rotundo de Miller a los antidepresivos y demás psicofármacos es sin duda revolucionario. La dependencia de las drogas obstruye el camino a los verdaderos sentimientos y emociones, impidiendo la curación. Sin duda, los millares o millones de psiquiatras en todo el mundo cuyo trabajo consiste fundamentalmente en atiborrar de pastillas a sus pacientes no conocen esta gran verdad.
Miller insiste en que a los padres que nos han maltratado no les debemos agradecimiento alguno y, desde luego, tampoco ningún sacrificio. Sacrificios que se hicieron por unos fantasmas, unos padres idealizados que nunca existieron. Cuando logremos renunciar a la esperanza de que nuestros padres nos quieran finalmente algún día, desaparecerán nuestras expectativas y, con ellas, el autoengaño que nos ha acompañado toda nuestra vida. Ya no creeremos que no éramos dignos de ser amados, porque eso no dependía de nosotros sino de la situación de nuestros padres, de cómo les afectaron sus traumas infantiles.
Los padres maltratadores suelen reaccionar mal al cambio esencial que sufren sus hijos cuando consiguen liberarse. Reaccionan con frustración y deseos de que el hijo vuelva a ser como antes, es decir, sumisos, leales, que consientan el menosprecio y, en el fondo, depresivos e infelices.
Lo que nos protege de la ciega repetición, de maltratar a nuestros hijos como nuestros padres nos maltrataron, es la aceptación de nuestra verdad, de toda la verdad, en todos sus aspectos.
La mayoría de los terapeutas insisten en la necesidad de perdonar a los padres. Para Miller, esa idea sólo refleja el miedo del terapeuta a sus propios padres. El perdón no cura. Dejar fluir tus sentimientos con libertad, ya sean sentimientos de amor o de odio, sí que puede curar. El adulto debe desarrollar una empatía profunda hacia ese niño maltratado cuyo sufrimiento nadie vio. Es a ese pequeñín al que debemos amar, no a los que lo torturaron. El camino hacia la madurez no pasa por la tolerancia a las crueldades sufridas, sino por el reconocimiento de la propia verdad y por el aumento de la empatía hacia el niño maltratado.
Los sentimientos positivos fingidos, que propugnan tantas terapias, no solamente duran poco, también nos dejan en el estado del niño con sus infantiles esperanzas de que los padres algún día muestren su lado bueno. Muy al contrario, es necesario que podamos vivir las llamadas emociones negativas y transformarlas en sentimientos sensatos. Las emociones vividas no son eternas. Sólo cuando las desterramos anidan en el cuerpo. No podemos querernos, respetarnos ni entendernos a nosotros mismos si ignoramos los mensajes de nuestras emociones, como, por ejemplo, la ira. A pesar de ello existe toda una serie de reglas y técnicas "terapéuticas" para manipular las emociones. Nos dicen, con la mayor seriedad, cómo se puede eliminar la tristeza y provocar la alegría. Personas con graves síntomas corporales se dejan asesorar en las clínicas , con la esperanza de liberarse así del resentimiento hacia sus padres. Los resultados a largo plazo son siempre desastrosos.
Miller distingue entre la comunicación auténtica, que se basa en hechos y facilita la transmisión de los sentimientos e ideas propios, y la comunicación confusa, que se basa en la tergiversación de los hechos y en la acusación a otros de las emociones indeseadas que uno tiene, emociones, que en el fondo, van dirigidas hacia los padres.
En "El diario ficticio de Anita Fink", Miller expone las vivencias de un joven anoréxica. Esta joven sólo deseó desde su más tierna infancia una comunicación emocional auténtica, sin mentiras, sin falsas preocupaciones, sin sentimientos de culpa, sin reproches, sin advertencias, sin temor, sin proyecciones. Cuando esa comunicación nunca ha tenido lugar, cuando al niño se le ha alimentado con mentiras, entonces éste se resiste a crecer con este "alimento". Sólo cuando Anita pudo experimentar esa comunicación auténtica con otras personas pudo al fin superar su enfermedad.
En el Epílogo del libro se  resumen sus ideas en cuatro puntos:
1.El amor que siente el niño maltratado hacia sus padres no es amor, sino un vínculo cargado de expectativas, ilusiones y negaciones que exige un alto precio a todos los implicados.
2. El precio de este vínculo lo paga en primer lugar el niño, que crece con el espíritu de la mentira, cosa que pagará probablemente con su salud.
3. El fracaso de muchas terapias se explica porque muchos terapeutas han caído en la trampa de la moral tradicional. Cuando recomiendan el perdón a sus pacientes en realidad sólo están tranquilizándose a sí mismos.
4. Sin embargo, si el paciente tiene la suerte de ser asistido por un testigo con empatía, podrá vivir y entender su miedo a los padres y, poco a poco, romper los vínculos destructivos. Entonces descubrirá que sus terapeutas le han engañado, pues el perdón impide la cicatrización de las heridas y conduce a la pulsión a la repetición, con lo que nos convertiremos nosotros en maltratadores de nuestros hijos.
En definitiva, que sólo LA VERDAD nos hará libres. No todo el mundo está capacitado para asumir esa verdad. Muchos preferirán la enfermedad o la muerte antes que reconocerla. Pero, para los que sí estamos dispuestos a asumir el coste, nos espera una nueva vida.

Presentación


El llamado Cuarto Mandamiento ("honrarás a tus padres") ha causado un daño inmenso a la humanidad. Si no cabe otra opción que honrar a tu padre, si éste nos ha tratado con crueldad no podremos reaccionar de una manera sana y natural, o sea, con odio hacia la persona que tan gravemente nos ha dañado. Esta imposibilidad tiene repercusiones catastróficas en la psique del sujeto maltratado. Alice Miller nos conmina a sentir. A sentir lo que quiera que sintamos, ya sea el más tierno amor o el odio más acérrimo. Sólo así podrá sanar nuestra alma.
El maltrato infantil entendido como un concepto amplio, y no reducido al maltrato físico, ha sido el tema esencial en los libros de nuestra autora. Todos entendemos que dar un soberana paliza a un niño es un terrible acto de maltrato. Pero pocos nos damos cuenta de que las formas llamémosle psicológicas del maltrato pueden ser igualmente destructivas. Humillar, despreciar, ignorar, reírse de los sentimientos del niño, e incluso prohibir al niño sentir sus naturales emociones, son formas de maltrato que dejan igualmente secuelas de por vida. La "pedagogía negra" pretende someter al niño y convertirlo en un ser obediente y conformista a costa de matar su natural alegría y ganas de vivir, a costa de matar su alma. Esos niños serán luego adultos depresivos, auténticos zombis que se arrastran por el mundo.
Alice Miller nos propone una terapia realista, que nos haga conocer nuestra verdad. Si nuestro terapeuta es nuestro "testigo cómplice" y se pone de parte del niño maltratado que fuimos estaremos en el camino correcto. Pero pasemos ya sin más a analizar, uno a uno, los libros de esta revolucionaria autora.